miércoles, 1 de agosto de 2012

EL SINDROME TOXICO, 30 años después

Sí, aunque no nos parezca, ya han pasado más de 30 años de uno de los mayores desastres sanitarios que hemos padecido, cuyas secuelas ,siguen a día de hoy, haciéndose notar. La anterior crisis ocasionó penurias económicas que facilitó que un aceite de uso industrial se desviase para el consumo humano. Pero no es ni la crisis, ni civilizaciones como la griega o la egipcia, las que parecen indicarnos que el hombre, el homo sapiens, es la única especie capaz de avanzar dando un paso para delante y cuatro para detrás. Parece que preferimos olvidar que las historias se repiten, a reconocer la existencia real de eslabones perdidos que merecen la pena ser investigados.

Fue en 1981 cuando justificándonos en reliquias del franquismo se vieron afectados más de 20.000 personas del síndrome tóxico por la utilización del aceite adulterado de colza de procedencia industrial con fines alimentarios, motivo por el cual se adscribió el Instituto Nacional de Consumo al Ministerio de Sanidad, lugar al que pertenece desde entonces. En la actualidad se sigue investigando sobre el síndrome tóxico en la sección de enfermedades raras del Instituto de Salud Carlos III de Madrid y aunque parece ya confirmada la causa en la presencia de anilina, no dejan de haber todavía voces discrepantes y teorías de conspiración.

Parecería que ya han pasado muchos años y que tremenda pifia no volverá a repetirse si no fuese porque haciendo una rápida lectura a la memoria de la Agencia Española de la Seguridad en la Alimentación y Nutrición (AESAN) del año pasado podemos comprobar que las notificaciones de alertas por contaminación de productos químicos en vegetales no deja de aumentar y que inclusive, el año pasado, se notificó una alerta por contaminación de aceite de colza con benzopireno, un primo cercano de la anilina.

Si algo parece que nos ha diferenciado a Europa de Estados Unidos, en este tipo de crisis, ha sido la falta de reflejos que hemos tenido ante ellas. Al síndrome tóxico en España le siguieron más recientemente la EEB (“vacas locas”) inglesas, el problema de las dioxinas de Bélgica, o la contaminación por VIH de la sangre de transfusión en Francia. Todo ello ha ocasionado una desconfianza de los consumidores y una exigencia de la democratización del conocimiento científico y la aceptación de los riesgos por parte de la sociedad, lo que requiere algo más que ciencia, entran en juego opciones éticas y económicas.

Por este motivo la Agencia Europea del Medio Ambiente (EEA) publicó en el 2001 una auténtica lección de historia con 14 casos que tituló ”lecciones tardías de alertas tempranas” en un intento de recopilar la experiencia de un siglo de alertas sanitarias para aprender de ellas. En esencia consiste en que estas alertas tempranas sepan detectar los riesgos a un coste global menor para la sociedad. Junto a los conceptos de “riesgo e incertidumbre” hace hincapié en la importancia de la “ignorancia” o desconocimiento que podemos tener a la hora de detectar estas posibles alertas tempranas, y hacer nuestra la virtud de la humildad, recordando que fue Sócrates el que estableció la ignorancia como fuente de sabiduría. Surge por este motivo el principio de cautela, de dudar de la “certeza”, que en esencia viene a decir que se actúe antes de que existan pruebas irrefutables del daño, es el equivalente medioambiental a lo que en el ámbito sanitario llamamos medicina preventiva. El principio de cautela y la evidencia científica, aunque parezcan términos contradictorios, se tornan claves a la hora de la toma de decisiones. Este contexto exige una mejor información al consumidor, una información a la que tiene derecho y deber todo ciudadano. Es desde este contexto desde el cual debemos de evaluar la última notificación de la Agencia Europea del Medio Ambiente (EEA) sobre un aspecto de actualidad como es el de los disruptores endocrinos (EDC), productos químicos que ejercen una acción similar a nuestras hormonas y que según los datos recogidos en la última década evidencian que pueden contribuir al aumento de casos de cáncer, diabetes, obesidad, disminución de la fertilidad y al desarrollo neuronal.

Las últimas resoluciones de la EFSA no hacen más que incidir en el desconocimiento real, o por lo menos en la incertidumbre certera, que tenemos en relación a los residuos de plaguicidas (LMR) replanteándose la redefinición de los mismos.

En una comunidad como la Canaria que puede quintuplicar el consumo de fitosanitarios de otras CCAA, debemos plantearnos preguntas como,

¿Qué ocurre con los plaguicidas cuando se deterioran en el suelo, o cuando son metabolizados por animales o plantas?

Esto es precisamente lo que acaba de hacer la EFSA, a tenor de los avances en las técnicas analíticas que permiten un mejor conocimiento de la realidad.

Así como con otros productos, y por el principio de cautela, se han ido retirando del mercado como hace poco ocurrió con el bisfenol A en los biberones, en el caso de los plaguicidas no está claramente definido, por ello la Pesticide Action Network europe (PAN europe), una red de más de 600 ONGs de más de 60 países diferentes, involucrados en minimizar los riesgos de los pesticidas acaba de publicar, en línea con la Declaración de Praga de 2005, una guía de información al consumidor sobre la presencia de disruptores endocrinos en nuestra vida cotidiana.




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